Los colombianos le tienen miedo a la historia de un niño que no conocen. En un pasillo del Bienestar Familiar, con un parque de juegos al frente, es frecuente preguntarse de dónde viene el pequeño que está en el columpio. ¿Quiénes son los padres de la niña que va detrás de la pelota? ¿La madre biológica de esos gemelos habrá alcanzado a darles leche antes de ponerlos en adopción? Los enigmas son resueltos con especulaciones automáticas, que juntas forman un bloque tan fuerte como el concreto. Así surgen las ideas que estigmatizan y luego los retos que afronta la adopción en Colombia. Hay dos hermanos cogidos de la mano, caminan por el borde del parque. El niño debe tener 6 años, la niña quizás 4. El sol no tiene mucho efecto sobre su piel bronceada. Lo que sí resalta es el cristal de sus ojos verdes. De alguno de sus padres tuvieron que heredarlos.
Henry Rivera y Gloria Echeverri tienen la misma edad, la misma casa y casi la misma vida, porque hace 20 años están casados. Viven en una finca en Subachoque, Cundinamarca. En su carro vienen de la congestionada Bogotá. El regreso ha sido en silencio, apenas cruzaron palabra. No es que hayan discutido. Se conocen tanto que pueden regalarse largos minutos en silencio, apenas comunicándose con gestos y miradas. A sus 46 años confían con ser papás. Nunca lo han sido y es imposible afirmar si siempre lo han querido ser. Lo único cierto es que hoy tienen corazón para agrandar la familia.
Iniciaron el proceso de adopción en febrero, después de pensarlo muy bien. Por ser mayores de 45 años solo pueden aplicar a niños con características y necesidades especiales, una condición con varias definiciones. Por ejemplo, niños mayores de cinco años. O, también, niños con una discapacidad física o una enfermedad mental de cualquier edad.
Henry y Gloria lo intentan. El hecho es que quieren ser papás y punto. Del niño o la niña negra, blanca, india, mestiza. En las valoraciones psicológicas y sociales lo han dicho y los funcionarios de la Casa de la Madre y el Niño lo están validando. El estudio que en resumen certifica su disposición es riguroso. Del diagnóstico depende que el proceso sea corto o largo. Los psicólogos deben salir de dudas. ¿Su paternidad y maternidad es un pretexto para dar vida a un matrimonio estancado? ¿Realmente hay relación? En el carro entran a su finca por una portería que está a trescientos metros de su casa.
“La mayoría de gente quiere adoptar niños de 0 a 4 años, sanos”, sostiene Adriana Chaves, psicóloga de la Fundación para la Asistencia de la Niñez Abandonada (FANA). Sus 20 años de experiencia en adopción sustentan su conocimiento. Afirma que a Colombia le falta cultura a la hora de acoger a un menor, aunque reconoce que los avances son lentos, pero enormes. “Los chiquitos sanos consiguen familia rápido, incluso hay una lista de espera de papás potenciales y a los extranjeros se les restringió el acceso por el exceso de solicitudes. En cambio, los niños más grandes no encuentran quién esté dispuesto a adoptarlos”, anota.
Justamente, son las personas de otros países las que más se interesan por aquellos niños que crecen mientras esperan en un programa de adopción. “Hay mujeres solteras en el exterior que incluso adoptan niños de 10 años en adelante. En FANA tenemos el caso de una que adoptó tres. Hoy hay grupos de hermanos para adoptar”, explica.
En una reunión los amigos de Henry y Gloria les preguntan si ellos pueden elegir al niño que quieren adoptar. Lo niegan con la cabeza. ¿Y bebés? Tampoco, porque tenemos 47 años, dice Gloria. ¿Sólo niños grandes?, los cuestionan. ¿Qué es un niño o una niña grande para usted?, pregunta Henry.
El amigo piensa, su mirada titubea. ¿Uno de más de 3 años? Cuando Gloria explica que solo pueden aplicar a la adopción de niños con características y necesidades especiales, ella y su esposo se ríen al ver las caras de sus contertulios. Después de una mirada cómplice, Henry saca su celular del bolsillo y les explica qué quiere decir eso de 'niños con características y necesidades especiales': “Son los mayores de 5 años. O quienes tienen una enfermedad permanente, como problemas cardiacos o renales, entre otros. Los que vienen de a tres o más, por ser hermanos. Y el adoptante deberá tener más de 25 años y 15 años de diferencia con el adoptado”.
Para Bárbara Escobar, directora de la Casa de la madre y el niño, el debate que generó el referendo contra la adopción por parte de solteros y homosexuales oculta el problema real. “Existen más de cinco mil niños de características y necesidades especiales que nadie quiere adoptar. ¿Qué vamos a hacer para que tengan otra oportunidad, más allá de los programas de adopción?”. Ni los solteros, ni los heterosexuales, ni los gays los voltean a ver, como si en el imaginario colectivo apenas existieran los niños pequeños. “El referendo promovido por Viviane Morales es una distracción, hay que reenfocar la discusión, el problema es quién va a acoger a estos cinco mil niños”, dice.
Los mayores de 4 años afrontan numerosos estigmas. “A las familias les da miedo la historia, por eso es que no adoptan niños grandes, les da susto el pasado que vivieron”, explica la psicóloga Chaves. “Los adultos ya están entendiendo que los menores en el programa de adopción ya pasaron por un proceso terapéutico que les permite estar en paz con lo que vivieron y abrirse a la posibilidad de tener una familia distinta”.
Segundo estigma: temor a que no los vean como papás. “Este proceso toma tiempo, porque las relaciones, así sean con un niño chiquito, se construyen a partir de la cotidianidad. Por desconocimiento, algunos dicen que los niños vienen con mañas propias o de su familia de origen. Y lo que uno como psicólogo les dice es que no, que ellos aprendieron una forma de funcionar, que logran adaptarse. A los que aplican les hablamos mucho de la resiliencia y lo que significa salir fortalecido de las experiencias difíciles. Esos niños tienen una capacidad resiliente muy grande y logran, finalmente, vincularse con estas personas y verlos como sus papás.
Tercer estigma (quizás el más complejo): el económico. Tener un hijo no es igual a tener dos hijos. Las familias analizan desde el bolsillo y no desde el corazón. Para combatir cualquier reto, Bárbara Escobar tiene una recomendación que sale de su alma y, paralelamente, se fundamenta en la razón: “Cualquier papá y cualquier mamá, a la hora de adoptar, tiene que seguir el mismo proceso que seguimos los padres bilógicos. Cuando yo voy a tener a un niño, no le voy a pedir a la naturaleza que mande un ojiazul, ni que me mande un niño que mida dos metros, ni uno inteligente, sin problemas. El que vaya a adoptar tiene que tener el corazón abierto, igual que cuando tienes un hijo biológico. Venga como venga, igual lo va a adorar. Tenemos que hacer algo por los niños que no quieren adoptarlos. Cómo es posible que en Estados Unidos los adopten con los ojos cerrados y nosotros aquí no. Deberíamos aprender de su generosidad”.
Una vez superadas las pruebas psicológicas y siquiátricas, Gloria y Henry se empiezan a sentir embarazados. La ansiedad escala: estar en lista de espera puede ser un camino superior a nueve meses. Henry ha escuchado historias de padres que han aguardado cuatro años. Los psicólogos y trabajadores sociales en la Casa de la Madre y el Niño han sido sinceros con ellos. Les dieron la confianza para que llamen cuando lo consideren necesario. Henry se comunica un día, luego el otro, y así de lunes a viernes para preguntar si ya hay un niño o una niña. La psicóloga les pide paciencia: “No han pasado cuatro meses desde que decidieron aplicar”. Henry cuelga con un presentimiento. Un día de estos él no será quien va a llamar sino que de la Casa se van a comunicar para dar buenas noticias.
Los inquieta desconocer si será niña o niño, su edad, su salud, su cara y sus rasgos. ¿Será pequeño o alto? Seguramente será un pequeño. ¿Y si son unos hermanitos? El día que los llaman efectivamente se cumple el pálpito. Hay un niño de 6 años y una niña de 4, hermanos. A Gloria y a Henry los pensamientos se les devuelven al plan inicial, que era adoptar un niño, no a dos. Este es el presente y están frente a la posibilidad de cristalizar su embarazo. Ya les han medido el corazón. Son las 5:00 p.m. Hay tiempo para ir al centro comercial a comprar dos camas. Aceptan sin dudarlo, lentamente, como si se estuvieran quitando un peso de sus espaldas. Mañana los hermanos Rivera Echeverri los esperan en la tarde.
La paternidad inicia en el momento en que compran ropa, los enseres para la habitación que tenían desocupada, la comida, dos cepillos de dientes. Quieren estar preparados para todo, que no les falte nada. Sienten un montón de movimientos en el pecho, indefinibles, como si se les erizara la piel de adentro. Pero no son movimientos, son sentimientos.
Al día siguiente se visten como quien va a una reunión de entrega de notas en el colegio. No han podido dormir. De la ternura es fácil dar el paso a la angustia. El encuentro es en una sala soleada, de ventanas grandes, con una mesa larga y sillas. El oxígeno entra partido, a pedazos. La presión se eleva. Henry y Gloria saludan a Sebastián y a Sofía. Primero se memorizan las caras antes del abrazo. Es el primer vínculo de sus vidas. Más que amor, hay cariño. Y mucha nobleza de parte y parte. Es evidente el susto, la torpeza de los gestos, la estatura de Sebastián, que debería estar más alto y con mayor masa muscular. La sala es un acelerador de partículas. Ahora se viene el viaje en carro de Bogotá a Subachoque. Los hermanos caminan agarrados de la mano. El hombre y la mujer que van en los asientos de al frente, son sus papás.
Henry y Gloria tienen un desafío en la educación y la salud de sus hijos Sebastián y Sofía. Si ellos quisieran matricularlos en un colegio público, no será fácil conseguir los cupos. Pero no es su caso. Ya tienen definida una institución privada. En cuanto a su salud, como ninguno de los dos sufre una enfermedad preexistente, el plan complementario los aceptará. Los Rivera Echeverri tienen suerte, porque si fuera al contrario, si no pudieran pagar un colegio privado o uno de los dos sufriera de epilepsia, el sistema sería implacable con ellos.
En su nueva casa, Sofía y Sebastián se ponen a llorar porque un viejo labrador se les acerca. Les da pánico, lo ven como una amenaza. Es la primera vez que ven a un perro.
En la cena, sus papás les preparan carne, arroz y ensalada. La porción servida es como para un adulto. Los hermanos se las arreglan con los cubiertos, todavía no saben cómo usar el cuchillo y el tenedor. Sofía se defiende mejor con la cuchara.
En el colegio, Sebastián acompaña a su hermana hasta el salón de clases. No permite que otros niños se le acerquen. Es territorial y, a veces, pendenciero. Por puro orgullo se pierde de hablar con sus nuevos compañeros. Pero pronto se sentirá de ahí. El arraigo se construye en cuestión de meses.
La primera semana de convivencia, Sofía llora con frecuencia cuando no se entiende con sus papás. Henry y Gloria no tienen muchas ideas sobre cómo fijar límites a un niño. En uno de los talleres les explicaron posibles situaciones, como las pataletas. Y les hablaron de cómo construir autoridad sin ser severo. Les va a tocar aprender a regañar, a decir no, a castigar con tino y no con garrote.
Familiares y amigos les preguntan por la crianza. “Los niños se adaptan más rápido de lo que imaginamos”, responden con convicción.
Los menores de edad con características y necesidades especiales no tienen quién los adopte en Colombia.
Un menor que es abandonado en el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, automáticamente, es declarado en situación de vulnerabilidad. Se le asigna un defensor de familia que determina su adoptabilidad, tras un estudio dispendioso, en el que por ley debe explorar al máximo su familia extensa (abuelos, tíos, primos, primos segundos) o su familia solidaridaria (padrinos y madrinas), en busca de posibles responsables. El proceso puede durar hasta siete años, lo que reduce drásticamente sus posibilidades de ser adoptados.
Se estima que hay 1.180 defensores de familia a nivel nacional y cada uno recibe un promedio de 30 casos al mes. Entre enero y abril, en la Casa de la Madre y el Niño han adoptado 30 con características y necesidades especiales. La meta en el 2017 es superar los 82 menores que fueron acogidos el año pasado.
529 familias residentes en España estuvieron en lista de espera en el 2016, seguidas de las 344 ubicadas en Francia.
Texto: Carlos Torres
Fuente: CROMOS